jueves, 21 de marzo de 2013

La capilla franciscana (centro comercial paseo san francisco).



El valle había sido un lugar tranquilo. Desde lo alto podían verse los bosques de los alrededores, los ríos, la hierba creciendo junto a pequeños lagos. A lo lejos los volcanes habían entrado en erupción una y otra vez a lo largo de mil años, hasta que llegaron los primeros pobladores.

De tez morena, desnudos y con armas de madera, hueso y obsidiana fundaron su asentamiento junto al rio. Pescaban, cazaban, recogían frutas y sembraron el maíz que los sustentó algunos años, en los cuales cortaron muchos árboles para hacer leña y calentarse, hasta que llegaron los otros.

Un día un pequeño llevaba una cesta con maíz a la casa cuando vio muchos hombres corriendo hacia el pueblo. Soltó su canasta y trato de dar la alarma, pero varias flechas lo atravesaron antes de lograr llegar. Los atacantes en una orgía de sangre y violencia, saquearon y quemaron el pueblo. Los cuerpos, la madera de las chozas, sus pieles para curtir, todo lo que ellos tenían sirvió para abono de una tierra que no a volvió conocer la presencia de hombres durante mucho tiempo. los árboles volvieron a crecer, los pájaros regresaron, y la hierba cubría la tierra muchos años hasta la llegada de nuevos pobladores.

Hombres blancos, barbados y con extraños animales llegaron al río para tomar agua. Era abril y el calor les estaba asfixiando debido a sus pesados hábitos, y armaduras de metal que reflejaban la luz a muchas leguas de distancia. Discutían vehemente y parecía que querían tomar una decisión importante.

Finalmente los hombres vestidos con gruesos hábitos, descalzos y de mayor edad se  impusieron a los hombres de a caballo. Se ordenó cruzar el río en su parte más baja y remontaron el cerro que le seguiría hasta llegar a lo más alto.

Uno de ellos se quejó diciendo que el otro lado del río se veía mejor.
           
            Nadie le respondió.

Finalmente llegaron al alto. Cerca de los ríos Alseseca y Almoloya (llamado después de san francisco) nunca padecerían falta de agua, el alto nunca se inundaría por las lluvias torrenciales que azotaban la región. No estarían en el territorio de los tlaxcaltecas, leales súbditos del rey de España a los que había que dejar en paz.

Ese día comenzaron a construir la capilla. Trajeron piedras del río y del cerro cercano, cortaron árboles y con la madera hicieron sillas, ornamentos y obra negra. El techo lo construyeron con paja, y lo  terminaron cuando las primeras lluvias hicieron su aparición.

Fue hasta ese momento que se reveló la falla fundamental del lugar donde se encontraban. Para empezar, el alto no es la parte más alta del valle. el agua fluía de los cerros cercanos a gran velocidad destruyendo las casas, arrojando personas y propiedades al río. Cuando dejó de llover descubrieron como el agua tendía a estancarse en las depresiones del terreno. Este hecho suscitó la protesta y el reclamo, las voces de los airados se escucharon.

             -Queremos indios en encomienda.

             -Este lugar es inhabitable.

             -Estoy harto.
 
             -Yo también.

Los hombres descalzos y de pesados hábitos los veían entristecidos y sólo se atrevieron a bendecirlos  con una frase.
 -¡Vaya con dios!

Las chozas quedaron desiertas, y la capilla fue abandonada, y de nuevo los animales salvajes y la hierba se apoderaron del terreno.

Sin embargo el valle nunca volvería a conocer la paz que da la ausencia del hombre. Al año siguiente ellos regresaron, y esta vez se hablaba de seis mil hombres. Los líderes se reunieron en la capilla franciscana abandonada, para discurrir donde se volvería a fundar la ciudad. Discutieron también sobre los hombres morenos que los acompañaban. Los hombres de espadas y caballo querían a los indios para trabajar con ellos. los doce franciscanos se negaban.

-Santos paternidades, no podéis retenernos aquí sin indios. ¿Quién levantará nuestra ciudad sino son ellos? ¿Quién construirá las casas? dadme por lo menos 100 y yo prometo darles la educación que nuestra fe demanda~ dijo el hombre de a caballo.

-No tendréis más indios que los que necesitéis para construir vuestra casa- todo lo demás dependerá de vuestra buena suerte, trabajo y de dios- respondió el franciscano.

-debemos vivir todos juntos~ le respondió don Hernando de Helgueta.
-de acuerdo, pero vos construiréis vuestra propia casa
-voto a...
-no blasfeméis~ contesto Motolinia más molesto aún.

La discusión se prolongó toda la tarde y la mañana del día siguiente. Finalmente se llegó a un acuerdo. Los españoles cruzaron el río que luego llamarían de san francisco y fundaron su ciudad en el territorio de Tlaxcala apoyados por la autoridad del virrey. Eran 81 hombres españoles, 19 mujeres españolas y cinco mujeres indígenas. Marina muñoz era un caso especial traía a cuatro niños pequeños con ella.

Al llegar a lo que sería el centro comenzó la división de la ciudad. se delinearon las calles formando 420 manzanas regulares( 295 para casas y 125 para huertas, quintas y sembradíos) en total. La ciudad tenía una inclinación natural hacia el río san francisco aprovechando un desagüe perfecto puesto por la naturaleza, además con inclinación al este se evitaban los perversos efectos de los vientos dominantes del norte. Esta inclinación hacía a la ciudad más fresca en todas las estaciones, resguardando las aceras de los rayos directos del sol, especialmente en verano.

En septiembre volvió a llover y la ciudad se inundó de nuevo. Pero esta vez estaban preparados y excavaron zanjar longitudinales en las calles que van del este a oeste hacia el río san francisco, cuando se unieron las zanjas, el agua fluyó y las calles se quedaron secas para regocijo de todos.

En el alto los franciscanos aprendieron de sus  experiencias anteriores y construyeron sus propias caños. Abrieron uno enormes con ayuda de los indios, hacia el río Alseseca o Xonaca en idioma de los naturales. A pesar de la oposición de los pobladores españoles, los frailes estaban empeñados en que la ciudad debería quedarse en el lado oriente del río san francisco. Hasta que un terrible incendio se inició en su capilla.

Nadie supo si comenzó en el bosque de sabino cercanos, o sin manos criminales que iniciaron. Los frailes prefirieron pensar que Dios les enviaba un mensaje y  optaron por retirarse más al norte, a fundar lo que se conocería después como el Convento de San Francisco.

De la capilla solo quedaron las piedras que la hojarasca enterró al paso del tiempo. Ahora seria de buen toco creer que la cuidad  nació en el portal de Iturbide, cerca de la Catedral  y los imponentes edificios de piedra que los conquistadores construirían, después en lugar de su verdadero principio en la parte indígena de la cuidad.

Muchos años después en un proyecto de rescate arqueológico se descubrieron los restos arqueológicos de una capilla cerca del rio de San Francisco. Lo único que pareció revelar su identidad fue una piedra, tal vez para apuntalar la entrada, que tenía una rosa grabada, flor símbolo de la orden franciscana.



El Cuexcomate (Junta Auxiliar de la Libertad)



Es bueno recordar que hay dos tiempos mágicos en la historia de la humanidad. El primero corresponde a las imágenes que se presentaban a los primeros hombres que tratabas de comprender el hostil en el que habitaban. Esas imágenes están de mitos y creencias en lo sobrenatural. La explicación ultima a la que se llegaba consistía en que los fenómenos eran causa de dioses se llegaba hasta el sacrificio humano, dado como ofrenda de agradecimiento o para tratar de apaciguar la furia de los dioses.

Otro tiempo mágico está inmerso en la ciencia con todos sus avances. Nosotros abordamos en esta historia las edades antiguas con sus creencias y sus mitos.

En el año de 1064 y como lo hacían todas las noches los sacerdotes del gran templo de Cholula observaban el cielo. A medianoche, el celador nocturno miro con asombro como una de las montañas de los alrededores arrojaba fuego, y comenzaba a caer ceniza. El suceso conmociono la quietud de esos lugares y sus mentes llenas de toda clase de sortilegios, los conminaron a dar una alerta a la población y los patriarcas fueron convocados.

El volcán Popocatepelt, después de un siglo de sueño, había despertado con un tronido aterrorizando a los Cholutecas.

La pirámide como centro sagrado contemplo la alarma de los sacerdotes mientras el pueblo temeroso se reunían en las partes bajas de la monumental construcción. Los sacerdotes, a la mañana siguiente en la pirámide, comenzaron a meditar mientras observaban la ceniza cubriendo la ciudad.
   
     --La Gran Madre esta enfurecida y nos castiga arrojando fuego –dijo un sacerdote.
   
    --Las cosechas se arruinaran si sigue cayendo ceniza del cielo, ya los bosques de las montañas han empezado a arder por el fuego del volcán- expreso otro. 
    
     --Los campesinos dicen que hemos perdido el favor de los dioses se lamentó uno más. 

             Finalmente todas las miradas se dirigieron al Sumo sacerdote de Cholula, título que le pertenecía por su edad y sabiduría. Había permanecido callado, con los ojos cerrados durante toda la discusión. Hasta que el silencio cubrió la sala, abrió los ojos y dijo una sola palabra: 
    
     --Neutli.

Todos comprendieron que iba a entrar al mundo de la ilusión. Acompañados por los esclavos se retiraron al interior del templo, a través de un pasadizo secreto iniciaron el descenso por la gran pirámide de Cholula, una labor de fe y persistencia que los llevo por las distintas etapas constructivas de un edificio creado cientos de años atrás. Finalmente llegaron a su inframundo, la cueva de origen natural sobre la cual los primeros Cholutecas habían comenzado la construcción de la gran pirámide. Ahí, contenida en recipientes estaba la esencia mágica, prohibida por ley sagrada para los jóvenes que, de atreverse a usarla serian castigados con la pena de muerte. Con el pulque que mata la ansiedad y enerva los sentidos, esperaban tener las visiones que les permitieran encontrar la respuesta a las manifestaciones de la naturaleza. Cuando la bebida sagrada conmociono sus sentidos comenzaron a entender. Ahora comprendían que los dioses estaban enfurecidos. Podían ver a Quetzalcoatl, su dios más importante sangrando abundantemente y a las serpientes que se deslizaban de sus cuevas. La sangre en forma de lava manaba de la tierra; los tlaloques, duendes servidores de Tlaloc, dios de la lluvia, huían de la Gran Madre Tierra llevándose el agua que permitía crecer las cosechas. La última imagen fue significativa: la Gran Madre abría su boca para devorarlos.

Con la última visión había pasado un día. Los sacerdotes fueron despertados por los esclavos y llevados de regreso al exterior, donde el pueblo esperaba ansioso la respuesta, que no podía ser otra más que un sacrificio humano.

Cien de los mejores esclavos fueron llevados ese día a la gran pirámide. Sacrificados en lo alto, sus cuerpos rodaron por las escaleras de la pirámide y la ceniza cubrió parcialmente sus cuerpos, los Cholutecas encontraron un consuelo en esa brutal matanza. A pesar de ello, la madre naturaleza que no entiende de ríos continúo con la lluvia de ceniza.

Los sacerdotes quedaron a merced de la situación, mientras el pueblo mandaba un mensaje de rebelión y protesta. Los guardias parecían incapaces de mantener el orden, solo un fuerte tronido en el cielo, y una columna de agua hirviendo que se elevo a corta distancia de la pirámide contuvo los ánimos. Mientas se develaba el nuevo misterio los Cholultecas entraron en oración. 

Los sacerdotes enviaron mensajeros, que regresaron con la noticia del nacimiento de una montaña que lanzaba agua hirviendo con olor a muerte. Los sacerdotes iniciaron el viaje con sus literas para ver el nuevo prodigio, que parecía contener a las masas, que momentos antes estaban dispuestas a despedazar a la repentinamente inútil casta gobernante.

El lugar a donde se dirigían lucia tenebroso. Los habitantes cercanos habían huido y muchas chozas se encontraban destruidas. Una norme bola de arcilla de 13 metros de alto había nacido de la tierra misma, rompiéndola y emitiendo chorros de agua sulfurosa a gran altura. El agua era pestilente y solo de probarla sabían que era mala. Los sacerdotes regresaron a Cholula bajo el manto de la gran pirámide. 

Esa noche les quedo claro que el pequeño volcán era obra de los dioses. Los dioses en tiempo inmemorial, habían dado su sangre para que el mundo siguiera existiendo. Comprendieron que las deidades les habían mandado un mensaje, ahora era su turno. La Gran Madre exigía sangre de la realeza gobernante.

Los sacerdotes entraron en meditación. Ellos gobernaban porque el pueblo tenía fe en ellos, con sus ritos podían hacer llover y garantizaban buenas cosechas. Esa fe los mantenía a salvo, sin ella los sacerdotes perderían a su suerte y pagarían caro el pulque mujeres y tributos que habían tomado de los Cholutecas a lo largo de muchos años.

Sumo sacerdote, la Gran Madre desea que sacrifiquemos a su primogénita en la entrada al inframundo que ha abierto para nosotros -dijo repentinamente un sacerdote.
    
       -¿Cómo lo sabes? –inquirió el Sumo Sacerdote.
    
       -¡Una visión! –respondió llanamente
    
       -¡Yo también la he visto! –secundo otro.
    
        -¡Es cierto! –tercio uno más.

El Sumo sacerdote los miro con ojos tristes y la frente baja. Sabía que el destino de su hija era la muerte. Ahora solo le quedaba aquietar el ánimo del pueblo. Se dirigió a las afueras del templo y comenzó hablar:

           Pueblo de la Gran Cholula, La Gran Madre abrió la puerta de sus entrañas exigiendo ser colmada. Nos ha castigado con fuego y cenizas por nuestros grandes pecados. Ahora es nuestro turno, y la Madre será satisfecha con una ofrenda especial.
           
             Entre el pueblo corría la voz que los sacerdotes sacrificarían a uno de ellos. Algunos opinaban que el Sumo Sacerdote, cansado de su larga vida, se arrojaría al nuevo volcán. Finalmente se supo que Ameyaltzin, Pequeño Manantial, su hija favorita, sería entregada en ofrenda a la Gran Madre.

De nada sirvieron las protestas de su amada esposa favorita Aquetzalli, Agua preciosa, que al lado de Ameyaltzin lloro y suplico vehemente. Ya era tarde para las suplicas y el perdón, y la hermosa Ameyaltzin fue cargada por los guardias.

En el templo la peinaron y maquillaron con vivos colores, la vistieron con lienzos que floreaban y la rociaron con exquisitos aromas. Ameyaltzin ya era una joya viviente cuando trajeron los adornos que la acompañarían al inframundo: aretes de oro en forma de caracol, un collar de plata y oro con cuentas de jade, una deliciosa pulsera grabada con dos serpientes que entrelazadas sostenían una piedra de ónix rosa de Tecali. En ese momento de conmoción lo único que apremiaba era el tiempo. La virgen fue embriagada con el néctar que enerva los sentidos y entre cuatro musculosos esclavos la llevaron a una litera hecha con flores hacia el volcán.

Acercarse al nuevo volcán fue una proeza, ya que este arrojaba intermitentemente grandes cantidades de barro y agua, los chorros alcanzaban los 50 metros de altura. El barro impedia moverse y la comitiva se detuvo a distancia, para que la hermosa Ameyaltzin no observara los últimos sacrificios que precedían al suyo.

Los cholultecas habían capturado a varios habitantes de los alrededores y los arrojaban al volcán como preludio al sacrificio de Ameyaltzin. Los guardias los golpearon con mazos de madera y arrojaban sus cuerpos inermes a la boca, pero la tierra parecía no querer aceptarlos, y sus cuerpos salían volando por la fuerza del geiser.

El final de la princesa Ameyaltzin fue distinto. Apenas podía mantenerse en pie cuando la obligaron a descender de la litera. Los guerreros la escoltaron junto con uno de los sacerdotes hasta la base del volcán, tratándose de proteger del agua caliente que manaba hasta el cielo.

Una vez en la base el sacerdote extrajo el cuchillo ceremonial, y de un solo sesgo corto el cuello de Ameyaltzin. La filosofía obsidiana termino rápidamente la vida de la princesa seccionando venas y arterias con un corte limpio. Los guardias subieron el cuerpo y lo entregaron al Mictlan, el inframundo, aprovechando la intermitencia del agua.

A lo lejos el sumo Sacerdote observo el final de la vida de su hija. De sus ojos empezaron a salir lagrimas incontenibles e innumerables. En ese momento el agua dejo de manar del volcán,  no así el llanto del gobernante de Cholula que lloro y lloro hasta llegar a la ciudad, donde murió al pie de la casa. Los vientos se llevaron la nube oscura de ceniza. En los Cholutecas renació la fe y la esperanza. No había duda el agua volvería a sus cosechas ¡La Madre había aceptado sus sacrificios!



domingo, 10 de marzo de 2013

La Casa del Perro (3 Sur esquina con 9 Poniente)




Era una de esas tardes lluviosas de septiembre de principios del siglo XVIII cuando llegaron a vivir a la ciudad de Puebla. Su carruaje de mulas traqueteó fuertemente al subir el cerro de Loreto, venían por el antiguo camino de Veracruz, hasta que finalmente divisaron las torres altas, y los hermosos campanarios de Puebla, de ahí, iniciaron el camino de descenso al asentamiento español.

El único trámite que restaba para entrar a Puebla era cruzar el puente. Como llovía a cantaros, el guardián consideró innecesario algunos formalismos. Un vistazo revelo que eran españoles, el ajuar adivinaba personas pudientes, resultaba necio hacerlos esperar, sin otro motivo de suspicacia, ordeno abrir las rejas y darles paso a la ciudad.

       -¿Hay un buen lugar donde hospedarse?- preguntó el padre de la familia.

       -Sigan al Mesón del Ángel- respondió apresurado el guardia bajo la tormenta que empeoraba.

El carruaje cruzó con premura el Río San Francisco, mas crecido y turbulento por el aporte de agua que daba la terrible.

A la mañana siguiente iniciaron la búsqueda de una casa. Esa labor para una familia española con dinero no era sencilla. Lo ideal era el centro jalo mucho un par de cuadras lejos de la plaza mayor pero no había casas disponibles.

En San José cerca de la parroquia en contra en una casa que parecía hermosa junta del río san francisco que en ese punto todavía tenía aguas claras, pero lugar se encuentra muy solo y era peligroso.

Le quedó claro que deberían dejar a un lado los prejuicios y buscarán una casa en Analco, pero el precio impidió llegar a un acuerdo. Finalmente un amable mesonero señaló que las monjas del Convento de Santa Inés, ubicadas al sur poniente de la ciudad, podían tener alguna propiedad en renta.

La casa era grande y se enamoraron de ella en cuanto la vieron. Ocupaba la esquina completa de la calle portada de Santa Inés y la calle de la limpia. Sus dos niveles estaban coronados por la estatura de un perro que causaba el interés de cuantas personas pasaban por allí.

Nadie parecía  poder fijar una fecha a la construcción de la casa y tampoco que a la estatua, remataba el bello edificio. Se decía que la casona había pertenecido a uno de los conquistadores que dominó Tepeaca, recordando que una de las estrategias fundamentales españolas de lucha fue el uso de grandes perros feroces, entrenados para atacar a los indios en sus partes nobles. Se decía que el aperreamiento de indios había sido una de las imágenes favoritas de este ilustre personaje.  

Otros decían que la estatua era hueca, y que el propietario de la casa había encontrado un tesoro de monedas de oro y por eso no la había quitado. Algunos eran de la opinión que el perro señalaba y cuidaba un tesoro dentro de la casa. Ya desbocada la imaginación, se decía que la estatua aullaba en las noches.

Lo bueno de una casa embrujada, si uno no cree en la leyenda y está dispuesto a correr los riesgos, es que la renta siempre es barata. La familia  don Juan Illescas, nombre del ilustre gachupín recién llegado de España y protagonista de esta historia, se dispuso iniciar una nueva vida en la orgullosa ciudad de puebla de los ángeles de la nueva España.

La primera labor que hizo la nueva familia fue ganar amistades y darse a conocer. Rápidamente se esparció el rumor que un español de medios había instalado en la ciudad, provocando el interés de muchas personas por conocerlo. Tenía una hermosa esposa, una bella hija y una casa decente. Generoso abrió la casa a todo el vecindario, e invitó a toda la clase pudiente de puebla a las fiestas que organizaba, lo mismo a los alcaldes, dueños de obrajes, molineros e inquisidores, y siendo puebla conocida como la ciudad de la carne de "cerdo, cochino y marrano", sumando a eso el popular dicho" baile y cochino: el del vecino," se comprende que los Illescas no tardaron en convertirse en una de las familias más populares de puebla.

Illescas era comerciante, pero era contado entre la nobleza poblana porque su riqueza lo ponía por encima del abarrotero común. Su perspicacia y sus habilidades lo hicieron dedicarse a uno de los ramos del comercio que más dinero había dejado a los comerciantes españoles de nueva España, en los tres siglos anteriores: las importaciones chinas. Dos veces al año se encaminaba Acapulco, cuando la nao de china llegaba de filipinas trayendo la mercancía que los poblanos pudientes buscaban. De ese barco traía porcelana de Japón, seda de china, muebles de china y filipinas y especias de la india.

Todas las mercancías de la nao era una necesidad, ningún pudiente podía adornar su casa sin finas porcelana, que sabía que su vecino tenia, sin muebles de Japón, sin seda para cortinas y ropa. Ningún pudiente creía en una medicina que no tuviera el sabor de la canela de la india. si un  potentado tenia objetos, especias o esclavos de oriente inmediatamente era invitado por los demás que debían tener lo mismo, o más.

En la época de Illesca ese fenómeno de imitación había creado una nueva moda: los esclavos de china. Todo había comenzado con el recibimiento de un nuevo virrey camino a México. Los pudientes poblanos observaron que junto al equipaje venían varios esclavos chinos, entre sirvientas y cocineros. No dejaron de escuchar atentamente como el virrey alababa a su servidumbre: limpios, dóciles y nada que ver con los problemáticos y sirvientes negros a los que les encantaba robar y podían dejar a la esposa embarazada mientras el amo estaba de viaje (el chiste fue celebrado por toda la concurrencia masculina). Al irse el virrey a la ciudad de México, los pudientes decidieron que nadie podía considerar una persona de respeto, si no tenía por lo menos un dócil y obediente esclavo chino.

Los esclavos chinos rápidamente se convirtieron en oro amarillo humano. Se traían pocos, y alguno ni siquiera eran chinos sino filipinos vendidos en manila por sus propios padres necesitados de dinero. Había una gran demanda por comprarlos, y se necesita bastante dinero y habilidad para adquirir en Acapulco un buen lote.

Illescas era un comerciante hábil y nadie en puebla podía tener un esclavo chino sino era por intermedio de su casa comercial. En general, el trataba de una manera respetable a su "mercancía", y cuando los esclavos eran vendidos les iba mucho mejor que a sus similares negros, que terminaban trabajando en plantaciones de caña de azúcar o en minas de plata. Sus amos las utilizaban como cocineros o pajes y en ocasiones los liberaban. Famosa es la historia de una esclava que término siendo liberada y santa: la china poblana.

De las reuniones importantes y más frecuentes en la casa de los illescas, podemos mencionar las que se daban para tomar chocolate. Por las tardes, las más elegantes familias poblanas se reunían para saborear pan endulzado. Y beber el dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el tamaño suficiente para sostener un pan en medio del espumoso chocolate. Las damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy entrada la noche.

Si, los illescas era una bonita familia española. Hasta que una noche, un siniestro grupo de hombres vestidos de negro tocaron a su casa. Al grito de "¿quién vive?" contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.

-          ¡Inquisición!

Juan Illescas fue aprehendido acto seguido y llevado a un calabozo de la inquisición en puebla.

¿Cómo pasar uno, en una noche, de ser un honrado comerciante español aún reo en un calabozo nauseabundo sin ningún derecho? ¿Cómo había sucedido todo esto?

Quizá no lo habían atrapado si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le gustaba sobre todo ir al temascal de luisa la limpia que se encontraba en su misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que había alrededor de puebla y cuyos poderes beneficiosos eran conocidos por todos, desde de los más humildes barberos hasta por los más letrados doctores del real protomedicato. Las aguas de puebla podía curarlo todo: artritis, reuma, gota, impotencia sexual. Pero también era vox populi que no debía abusarse del mencionado tratamiento. Bañarse diario era perjudicial para la salud.

Los frailes, por ejemplo, no cesaban de repetirles a los indios que bañarse a diario ocasionaba sarampión. Condenaban sus temazcales afirmando que su abuso debilitaba el cuerpo. Además era un hecho que un español cristiano bien nacido no se bañaba nunca, se citaba a Isabel la católica de la que se decía son se había bañado 3 veces en su vida, si se incluía su bautizo. Eso de bañarse diario era cosa de judíos y moros.

El otro problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor general había llegado a puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían era obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se consideraban cristianos. Uno que otro indio había caído por brujería, pero para el nuevo inquisidor el panorama era desalentador, hasta que conoció a Illescas.

El buen inquisidor le pareció increíble como nadie se había dado cuenta del "marranesco" origen del anfitrión. Su nariz aguileña, sus ojos hundidos, sus orejas. No era español, estaba seguro de ello, posiblemente portugués y no era cristiano. Al llamar testigos para la investigación uno afirmó lo siguiente:

"-Que estando en el molino de don Rafael Mangino, como a la hora nona vio  el declarante como se le ofrecía un tocino grueso de dos dedos al citado Illescas, rechazándolo este último diciendo estar indispuesto."

Bañarse diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.

En realidad a los inquisidores les  importaba un bledo si era judío o no. lo más importante era su riqueza, y cualquiera acusado de un delito grave ante la inquisición perdía sus propiedades que eran repartidas entre los buenos inquisidores. El acusado sólo debía declararse culpable.

Mientras el pobre condenado esperaba en el potro del tormento, quedaba claro que a la inquisición le sobraban herramientas para tal fin. Tenían hierros candente, el indispensable azote (látigo para castigar la espalda), la jarra (para hacerlo tomar agua hasta llevarlo al colapso), los torniquetes(o rompe pulgares)... no tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta el mismo Jesús.

Dice un antiguo refrán:" en prisión y en el hospital conoces a tus amigos". En el caso de la familia Illescas pronto descubrieron una soledad casi absoluta. Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y de inmediato retiraron el saludo a la familia.

Solamente las monjas de santa Inés siguieran yendo a la casa, tratando de convencer a la madre y a la hija de retirarse a su convento, deshacerse del marido, y vivir como monjas dentro de él. La nueva situación impedía que la hija se casara adecuadamente, le recordaron a la madre que esa era una salida bastante digna, no le exigirían ninguna dote para el convento porque todas sus propiedades habían quedado embargadas.

La esposa de Illescas se negó. No abandonaría a tu esposo, pero no sabía qué más podía hacer. Las monjas la consolaron diciéndole que estaban convencidas de la falsedad de los cargos, que confiara en dios y podrían salir adelante.

Por supuesto las buenas monjas no sabían que Illescas era culpable. No sólo el sino toda la familia. La esposa se hacía llamar en España doña Ana de Gibraltar, pero su verdadero nombre era Sara, el nombre de su esposo era Isaac Sefarad. Desde 1492 cuando los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península, durante generaciones habían  resguardado su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución los había obligado a emigrar a américa.

Pero la inquisición los había alcanzado de nuevo.

A media noche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado, y ella terminaría su vida junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas.

Soñó con unos ojos rojos que la seguían a través de la ciudad. Ella corría tratando de llegar a su casa, pero los ojos no la  perdían de vista, Sara subía las escaleras, entrar a su cuarto y cerraba la puerta, pero esos ojos la perseguían hasta alcanzarla en su cama. En ese momento despertó asustada. Giro la cabeza en todas direcciones hasta que finalmente al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban, en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar pero sólo salía un sonido hueco de su boca.

El perro no dejaba de mirar en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.

En la cocina, cazos, cuchillos, tenedores y vasos se encontraban en su lugar. Un pequeño ratón corría silencioso sin asustar a Sara, que como hipnotizada siguió a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver cómo brotaba una extraña luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una mesa misteriosa grieta en la pared.

Sara se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo que significaban los fuegos fatuos. Tomo cuchillas y cucharas a manera de pico y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz se iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo. Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un animal emparedado muchos siglos atrás, con un letrero que decía:

"Al único amigo que tuve en vida"

Debajo había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no estaba.

¿Cómo lograron escapar esa misma noche? ¿Realmente el inquisidor aceptó ese dinero, y los dejó ir así como así? ¿Cómo pasaron a los guardias de la inquisición, a los de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa noche cuando la temible inquisición perdió un preso.

Como haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas, y ellos pronto pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.

Tres meses después, una carrera desvencijada jalada con mulas y conducida por una mujer, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del país. Al lado se encontraba su hija, en la parte de atrás venía el esposo todavía convaleciente de las heridas que había recibido. Contaba la esposa a todo el que quería saber, que había sido secuestrado por unos asaltantes en el camino real de Acapulco a ciudad de México.

-Bienvenidos a monterrey- dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo.

No era un lugar muy agradable. Seco, tenia algunos hoyos de agua donde crecía una especie de pasto llamado lampazo que se comía a falta de algo mejor. No había sirvientes, ni edificios, ni fina vajilla de plata, ni seda, ni escuelas, ni hospitales, ni porcelana, ni especias, ni drenaje, ni pavimento. Solamente una llanura inmensa, fría en invierno, caliente de verano.
-perdóname murmuró el esposo.

En su nueva morada no iba a ver tamaladas, reuniones para tomar el chocolate, ni grandes bailes. La hija no iba a casarse con ningún rico pretendiente español, su educación práctica como montar a caballo y disparar un arma, como defensa cuando los indios los atacaran, y por supuesto aprender a cocinar.

-Bienvenidos a monterrey -repitió el hombre pensando que no había sido oído-.

-Muchas gracias. ¿Cuantos viven en el lugar?- preguntó la esposa

-con ustedes seremos quince familias- respondió contento- y los ayudaremos a instalarse, estarán bien.

-¡perdóname! -repitió Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del tormento que ninguna medicina parecía poder quitar.

La esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente. Pasaron al hombre que hacía guardia y se adentraron en la aldea. No se sabe si su felicidad fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor, con todo, la familia prosperó a la larga, y sus descendientes se cuentan entre las familias más importantes del norte de nuestro país.