Era una de esas
tardes lluviosas de septiembre de principios del siglo XVIII cuando llegaron a
vivir a la ciudad de Puebla. Su carruaje de mulas traqueteó fuertemente al
subir el cerro de Loreto, venían por el antiguo camino de Veracruz, hasta que
finalmente divisaron las torres altas, y los hermosos campanarios de Puebla, de
ahí, iniciaron el camino de descenso al asentamiento español.
El único trámite
que restaba para entrar a Puebla era cruzar el puente. Como llovía a cantaros,
el guardián consideró innecesario algunos formalismos. Un vistazo revelo que
eran españoles, el ajuar adivinaba personas pudientes, resultaba necio hacerlos
esperar, sin otro motivo de suspicacia, ordeno abrir las rejas y darles paso a
la ciudad.
-¿Hay un buen lugar donde hospedarse?-
preguntó el padre de la familia.
-Sigan al Mesón del Ángel- respondió
apresurado el guardia bajo la tormenta que empeoraba.
El carruaje cruzó
con premura el Río San Francisco, mas crecido y turbulento por el aporte de
agua que daba la terrible.
A la mañana
siguiente iniciaron la búsqueda de una casa. Esa
labor para una familia española con dinero no era sencilla. Lo ideal era el
centro jalo mucho un par de cuadras lejos de la plaza mayor pero no había casas
disponibles.
En
San José cerca de la parroquia en contra
en una casa que parecía hermosa junta del río san francisco que en ese punto
todavía tenía aguas claras, pero lugar se encuentra muy solo y era peligroso.
Le
quedó claro que deberían dejar a un lado los prejuicios y buscarán una casa en
Analco, pero el precio impidió llegar a un acuerdo. Finalmente un amable
mesonero señaló que las monjas del Convento de Santa Inés, ubicadas al sur
poniente de la ciudad, podían tener alguna propiedad en renta.
La casa era grande y se enamoraron de ella en cuanto la
vieron. Ocupaba la esquina completa de la calle portada de Santa Inés y la
calle de la limpia. Sus dos niveles estaban coronados por la estatura de un
perro que causaba el interés de cuantas personas pasaban por allí.
Nadie
parecía poder fijar una fecha a la
construcción de la casa y tampoco que a la estatua, remataba el bello edificio.
Se decía que la casona había pertenecido a uno de los conquistadores que dominó
Tepeaca, recordando que una de las estrategias fundamentales españolas de lucha
fue el uso de grandes perros feroces, entrenados para atacar a los indios en
sus partes nobles. Se decía que el aperreamiento de indios había sido una de
las imágenes favoritas de este ilustre personaje.
Otros
decían que la estatua era hueca, y que el propietario de la casa había
encontrado un tesoro de monedas de oro y por eso no la había quitado. Algunos
eran de la opinión que el perro señalaba y cuidaba un tesoro dentro de la casa.
Ya desbocada la imaginación, se decía que la estatua aullaba en las noches.
Lo
bueno de una casa embrujada, si uno no cree en la leyenda y está dispuesto a
correr los riesgos, es que la renta siempre es barata. La familia don Juan Illescas, nombre del ilustre
gachupín recién llegado de España y protagonista de esta historia, se dispuso
iniciar una nueva vida en la orgullosa ciudad de puebla de los ángeles de la
nueva España.
La
primera labor que hizo la nueva familia fue ganar amistades y darse a conocer. Rápidamente
se esparció el rumor que un español de medios había instalado en la ciudad,
provocando el interés de muchas personas por conocerlo. Tenía una hermosa
esposa, una bella hija y una casa decente. Generoso abrió la casa a todo el
vecindario, e invitó a toda la clase pudiente de puebla a las fiestas que
organizaba, lo mismo a los alcaldes, dueños de obrajes, molineros e
inquisidores, y siendo puebla conocida como la ciudad de la carne de
"cerdo, cochino y marrano", sumando a eso el popular dicho"
baile y cochino: el del vecino," se comprende que los Illescas no tardaron
en convertirse en una de las familias más populares de puebla.
Illescas
era comerciante, pero era contado entre la nobleza poblana porque su riqueza lo
ponía por encima del abarrotero común. Su perspicacia y sus habilidades lo
hicieron dedicarse a uno de los ramos del comercio que más dinero había dejado
a los comerciantes españoles de nueva España, en los tres siglos anteriores:
las importaciones chinas. Dos veces al año se encaminaba Acapulco, cuando la
nao de china llegaba de filipinas trayendo la mercancía que los poblanos
pudientes buscaban. De ese barco traía porcelana de Japón, seda de china,
muebles de china y filipinas y especias de la india.
Todas
las mercancías de la nao era una necesidad, ningún pudiente podía adornar su
casa sin finas porcelana, que sabía que su vecino tenia, sin muebles de Japón,
sin seda para cortinas y ropa. Ningún pudiente creía en una medicina que no
tuviera el sabor de la canela de la india. si un potentado tenia objetos, especias o esclavos
de oriente inmediatamente era invitado por los demás que debían tener lo mismo,
o más.
En la
época de Illesca ese fenómeno de imitación había creado una nueva moda: los
esclavos de china. Todo había comenzado con el recibimiento de un nuevo virrey
camino a México. Los pudientes poblanos observaron que junto al equipaje venían
varios esclavos chinos, entre sirvientas y cocineros. No dejaron de escuchar
atentamente como el virrey alababa a su servidumbre: limpios, dóciles y nada
que ver con los problemáticos y sirvientes negros a los que les encantaba robar
y podían dejar a la esposa embarazada mientras el amo estaba de viaje (el
chiste fue celebrado por toda la concurrencia masculina). Al irse el virrey a
la ciudad de México, los pudientes decidieron que nadie podía considerar una
persona de respeto, si no tenía por lo menos un dócil y obediente esclavo
chino.
Los
esclavos chinos rápidamente se convirtieron en oro amarillo humano. Se traían
pocos, y alguno ni siquiera eran chinos sino filipinos vendidos en manila por
sus propios padres necesitados de dinero. Había una gran demanda por
comprarlos, y se necesita bastante dinero y habilidad para adquirir en Acapulco
un buen lote.
Illescas era un comerciante hábil y nadie en puebla podía
tener un esclavo chino sino era por intermedio de su casa comercial. En
general, el trataba de una manera respetable a su "mercancía", y
cuando los esclavos eran vendidos les iba mucho mejor que a sus similares
negros, que terminaban trabajando en plantaciones de caña de azúcar o en minas
de plata. Sus amos las utilizaban como cocineros o pajes y en ocasiones los
liberaban. Famosa es la historia de una esclava que término siendo liberada y
santa: la china poblana.
De
las reuniones importantes y más frecuentes en la casa de los illescas, podemos
mencionar las que se daban para tomar chocolate. Por las tardes, las más
elegantes familias poblanas se reunían para saborear pan endulzado. Y beber el
dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el
tamaño suficiente para sostener un pan en medio del espumoso chocolate. Las
damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los
anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy
entrada la noche.
Si,
los illescas era una bonita familia española. Hasta que una noche, un siniestro
grupo de hombres vestidos de negro tocaron a su casa. Al grito de "¿quién
vive?" contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.
-
¡Inquisición!
Juan
Illescas fue aprehendido acto seguido y llevado a un calabozo de la inquisición
en puebla.
¿Cómo
pasar uno, en una noche, de ser un honrado comerciante español aún reo en un
calabozo nauseabundo sin ningún derecho? ¿Cómo había sucedido todo esto?
Quizá
no lo habían atrapado si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le
gustaba sobre todo ir al temascal de luisa la limpia que se encontraba en su
misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que
había alrededor de puebla y cuyos poderes beneficiosos eran conocidos por
todos, desde de los más humildes barberos hasta por los más letrados doctores
del real protomedicato. Las aguas de puebla podía curarlo todo: artritis,
reuma, gota, impotencia sexual. Pero también era vox populi que no debía
abusarse del mencionado tratamiento. Bañarse diario era perjudicial para la salud.
Los
frailes, por ejemplo, no cesaban de repetirles a los indios que bañarse a
diario ocasionaba sarampión. Condenaban sus temazcales afirmando que su abuso
debilitaba el cuerpo. Además era un hecho que un español cristiano bien nacido
no se bañaba nunca, se citaba a Isabel la católica de la que se decía son se
había bañado 3 veces en su vida, si se incluía su bautizo. Eso de bañarse
diario era cosa de judíos y moros.
El
otro problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor general había
llegado a puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían era
obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de
hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se
consideraban cristianos. Uno que otro indio había caído por brujería, pero para
el nuevo inquisidor el panorama era desalentador, hasta que conoció a Illescas.
El
buen inquisidor le pareció increíble como nadie se había dado cuenta del
"marranesco" origen del anfitrión. Su nariz aguileña, sus ojos
hundidos, sus orejas. No era español, estaba seguro de ello, posiblemente
portugués y no era cristiano. Al llamar testigos para la investigación uno
afirmó lo siguiente:
"-Que
estando en el molino de don Rafael Mangino, como a la hora nona vio el declarante como se le ofrecía un tocino
grueso de dos dedos al citado Illescas, rechazándolo este último diciendo estar
indispuesto."
Bañarse
diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya
bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.
En
realidad a los inquisidores les
importaba un bledo si era judío o no. lo más importante era su riqueza,
y cualquiera acusado de un delito grave ante la inquisición perdía sus
propiedades que eran repartidas entre los buenos inquisidores. El acusado sólo
debía declararse culpable.
Mientras
el pobre condenado esperaba en el potro del tormento, quedaba claro que a la
inquisición le sobraban herramientas para tal fin. Tenían hierros candente, el
indispensable azote (látigo para castigar la espalda), la jarra (para hacerlo
tomar agua hasta llevarlo al colapso), los torniquetes(o rompe pulgares)... no
tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta el mismo Jesús.
Dice
un antiguo refrán:" en prisión y en el hospital conoces a tus amigos".
En el caso de la familia Illescas pronto descubrieron una soledad casi
absoluta. Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo
junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y
de inmediato retiraron el saludo a la familia.
Solamente
las monjas de santa Inés siguieran yendo a la casa, tratando de convencer a la
madre y a la hija de retirarse a su convento, deshacerse del marido, y vivir
como monjas dentro de él. La nueva situación impedía que la hija se casara
adecuadamente, le recordaron a la madre que esa era una salida bastante digna,
no le exigirían ninguna dote para el convento porque todas sus propiedades
habían quedado embargadas.
La
esposa de Illescas se negó. No abandonaría a tu esposo, pero no sabía qué más podía
hacer. Las monjas la consolaron diciéndole que estaban convencidas de la
falsedad de los cargos, que confiara en dios y podrían salir adelante.
Por
supuesto las buenas monjas no sabían que Illescas era culpable. No sólo el sino
toda la familia. La esposa se hacía llamar en España doña Ana de Gibraltar,
pero su verdadero nombre era Sara, el nombre de su esposo era Isaac Sefarad. Desde
1492 cuando los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser
expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península,
durante generaciones habían resguardado
su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución
los había obligado a emigrar a américa.
Pero
la inquisición los había
alcanzado de nuevo.
A
media noche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado, y ella terminaría su vida
junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas.
Soñó
con unos ojos rojos que la seguían a través de la ciudad. Ella corría tratando
de llegar a su casa, pero los ojos no la
perdían de vista, Sara subía las escaleras, entrar a su cuarto y cerraba
la puerta, pero esos ojos la perseguían hasta alcanzarla en su cama. En ese
momento despertó asustada. Giro la cabeza en todas direcciones hasta que
finalmente al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban,
en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar pero
sólo salía un sonido hueco de su boca.
El
perro no dejaba de mirar en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse
hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y
juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.
En la
cocina, cazos, cuchillos, tenedores y vasos se encontraban en su lugar. Un
pequeño ratón corría silencioso sin asustar a Sara, que como hipnotizada siguió
a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver cómo brotaba una extraña
luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una
mesa misteriosa grieta en la pared.
Sara
se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo
que significaban los fuegos fatuos. Tomo cuchillas y cucharas a manera de pico
y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz se
iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo.
Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un animal emparedado muchos siglos atrás,
con un letrero que decía:
"Al
único amigo que tuve en vida"
Debajo
había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no
estaba.
¿Cómo
lograron escapar esa misma noche? ¿Realmente el inquisidor aceptó ese dinero, y
los dejó ir así como así? ¿Cómo pasaron a los guardias de la inquisición, a los
de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa
noche cuando la temible inquisición perdió un preso.
Como
haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas, y ellos pronto
pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.
Tres
meses después, una carrera desvencijada jalada con mulas y conducida por una
mujer, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del
país. Al lado se encontraba su hija, en la parte de atrás venía el esposo todavía
convaleciente de las heridas que había recibido. Contaba la esposa a todo el
que quería saber, que había sido secuestrado por unos asaltantes en el camino
real de Acapulco a ciudad de México.
-Bienvenidos
a monterrey- dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo.
No
era un lugar muy agradable. Seco, tenia algunos hoyos de agua donde crecía una
especie de pasto llamado lampazo que se comía a falta de algo mejor. No había
sirvientes, ni edificios, ni fina vajilla de plata, ni seda, ni escuelas, ni
hospitales, ni porcelana, ni especias, ni drenaje, ni pavimento. Solamente una
llanura inmensa, fría en invierno, caliente de verano.
-perdóname
murmuró el esposo.
En su
nueva morada no iba a ver tamaladas, reuniones para tomar el chocolate, ni
grandes bailes. La hija no iba a casarse con ningún rico pretendiente español,
su educación práctica como montar a caballo y disparar un arma, como defensa
cuando los indios los atacaran, y por supuesto aprender a cocinar.
-Bienvenidos
a monterrey -repitió el hombre pensando que no había sido oído-.
-Muchas gracias. ¿Cuantos viven en el lugar?- preguntó la
esposa
-con
ustedes seremos quince familias- respondió contento- y los ayudaremos a
instalarse, estarán bien.
-¡perdóname!
-repitió Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del
tormento que ninguna medicina parecía poder quitar.
La
esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su
esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente. Pasaron al
hombre que hacía guardia y se adentraron en la aldea. No se sabe si su felicidad
fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de
las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor, con todo, la familia
prosperó a la larga, y sus descendientes se cuentan entre las familias más
importantes del norte de nuestro país.