El primer sol se
llamaba Nahui-Ocelotl (Cuatro-Ocelote o Jaguar), porque el mundo habitado por
gigantes, había sido destruido, después de tres veces cincuenta y dos años, por
Tezcatlipoca quien convertido en jaguar dejaba mostrar la fuerza de su nahual
protector.
Cuentan los
mayordomos del cerrito de la gran Cholollan que un día llegó un viejo,
preguntando donde estaban enterrados los gentiles. Los cuestionados se quedaron
sorprendidos por tal pregunta, porque jamás habían escuchado algo igual. La
pregunta obligada eran cuales gentiles, mientras que el hombre contestó que
había llegado a la Gran Cholula para ver el lugar donde estaban los gigantes,
los guardianes de nuestra cultura, de nuestras tradiciones, de nuestra
sabiduría.
Los mayordomos del
templo nunca imaginaron que tales gigantes se encontraran resguardando el valle
del Anáhuac, el valle poblano y que son nuestros abuelos. Los volcanes, la
hermosa Iztaccihuatl y el Gran Popocatépetl.
Mentira que los
pueblos de la montaña vayan al corazón de la montaña, al Tepeyolli, a pedir
solamente agua, las penas de Popocatépetl y de Iztaccihuatl siempre estarán manifiestas
rodando sus lágrimas sobre el valle del Anáhuac, los tiemperos, muy en el fondo
saben que van a pedir el amor en la familia, el calor del hogar, la savia que
vivifica a la unión de los hogares, porque el coraje de Popocatépetl está
presente en sus fumarolas y las lágrimas fluyen sobre el valle para rociar las
flores que recuerdan el amor perene de Iztaccihuatl. Nuestros abuelos no
olvidaron la historia de amor que representan la Iztaccihuatl y el
Popocatépetl.
El amor inocente,
puro, el amor ideal es lo que representan nuestros volcanes, este hermoso
sentimiento nace en la juventud plena, cuando las almas tienen la blancura de
la nieve y la inocencia del canto del centzontle. Así se conocieron
Iztaccihuatl y el joven Popocatépetl, pues desde que se vieron por vez primera,
supieron que habían nacido el uno para el otro, cuando ambos jóvenes se
hallaban separados, sentían un vacío en el alma similar a la necesidad de un
suspiro que llena con el recuerdo del ser amado, los más recónditos vericuetos
del corazón.
La sonrisa y la llama
del amor, la viva luz brillaba en los ojos de Popocatépetl, la misma que
motivaba a Iztaccihuatl a bailar con más sensualidad en el Cuicacalli, mientras
que Popocatépetl en el Telpochcalli practicaba con más arrojo para convertirse
en un gran guerrero. Poco a poco Popocatépetl fue logrando escalar los mandos
militares: Chapulín, Coyote, Venado, Lobo, Serpiente, Ocelotl, Cuauhtli, de
manera que su seguridad fue en aumento para solicitar la mano de Iztaccihuatl.
El padre de la muchacha prometió la mano de su hija si Popocatépetl partía a la
guerra y traía como trofeo la cabeza del enemigo. Y Popocatépetl aceptó el
reto. La pareja se despidió con muchas esperanzas, sin embargo Iztaccihuatl
mostró sus temores ante la separación, pero Popocatépetl partió con la pena
confianza de regresar victorioso y marchó a cumplir su objetivo. Pasó
implacable el tiempo y la tristeza de Iztaccihuatl se iba acentuando en su
rostro, que lucía grandes ojeras que la hacían ver más bella aún, el desvelo
por el ser amado, la hacían estar sin ánimos por el canto y el baile porque la
imagen de Popocatépetl siempre estaba en su mente.
Poyautecatl amaba en
secreto a Iztaccihuatl y fraguó una mentira para lograr el amor de la hermosa
mujer. Se acercó a la joven y le dijo en tono pesaroso que habían llegado
noticias de la derrota del ejército en la región lejana y sentía mucho
comunicarle que entre los muertos estaba su adorado Popocatépetl. Un terremoto
de tristeza sacudió el cuerpo de Iztaccihuatl, quien fuera de sus sentidos
corrió hacia los montes a reclamar los dioses su infortunio, sabía que
Tezcatlipoca, el dios de las batallas, el dios maléfico había triunfado sobre
los ruegos que le había hecho a Quetzalcoatl, la estrella de la mañana, y lo
fue a encarar en las colinas y hasta que sus gritos imposibilitaron ofendió al
dios de la obscuridad, quien molesto hasta lo más profundo de sus entrañas,
mandó el sueño eterno a Iztaccihuatl quien cayó al suelo para no despertar
jamás. Entre sueños recordaba que los abuelos se saludaban diciendo “No se
caiga usted, porque gigante que se caía, se convertía en montaña”.
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